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Pelirroja teñida con bruscos cambios de humor y compradora compulsiva. Muy maniática, cafeinómana y devora libros. Enemiga pública de cientos de comidas, la playa y diferentes actitudes. Sin equilibrio/coordinación, pésima para matemáticas y física/química. Voz estridente y muy impulsiva. Nerviosa (de las que no pueden quedarse quietas un segundo)y experta en discutir (eso sí, civilizadamente).

miércoles, 16 de junio de 2010

Con olor a café.

Recuerdo aquel día.

Fue simplemente perfecto. Las sábanas blancas de algodón, que se habían vuelto suaves por el uso, me rozaban hasta la altura de las mejillas, haciéndome cosquillas y obligándome a reír quedamente. Un calor agradable nacido en el centro de mi pecho se extendía a lo largo de todo mi cuerpo, desembocando en las yemas de mis dedos.

Sentí como abrían la puerta de la habitación bañada de luz amarilla proveniente del sol y me escondí enrollada en las coberturas. Un par de manos se afirmaron a mi cintura, levantándome del colchón mientras me retorcía y reía a pleno pulmón, por un lado muerta de miedo y por el otro radiante sumergida en semejante diversión.

Se rió con una carcajada grave, se mezcló con mi voz. Habló de desayuno en el salón y emprendimos camino.

Me llevó en sus hombros hasta mi asiento en la mesa y me sentó delicadamente, retirándome la silla como a una verdadera señorita.
Apenas rozaba la tabla con la barbilla, con todo el almiar de mi pelo resguardado tras las orejas. Recibí mi anhelado beso de "buenos días" y una manzana roja y brillante como el trigo de la Toscana al sol se colocó delante de mis narices. La mordí con avidez, manchando toda la comisura de dulce.

Todos hablaban en voz alta, deseándose un gran día. Él agarró una tostada espolvoreada de azúcar glass y nos besó uno a uno: volvía a llegar tarde.

Ella tomaba aquel mejunje oscuro como mis ojos y sonreía. Sonreía y se asemejaba a alguna deidad helénica; se me antojaba como una Afrodita peculiar.

Entonces, en lugar de recién exprimido, quise catarlo.

Observé con atención cómo cambiaba de color y las grandes cantidades de azúcar que se invertían en su creación. Calleron tres galletas, de esas de mojar, de las de toda la vida; agitaron y lo colocaron en mis manos.

Los observé dudosa. Un par de miraditas de aliento, realmente entretenidas, me invitaron a probar.

El sabor se convirtió en algo pleno, algo que te dejaba lleno. El dulce no empalagaba y lo amargo se controlaba. Todo en su justa medida.

Algo me hizo "click" en la cabeza y grité. Grité muy fuerte, absolutamente entusiasmada.

Tras aquella pequeña incursión, la tradición siguió con calma: con sus galletitas de té caseras y su azúcar de caña.


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